- “Te estás muriendo” –. Aquella voz surgió en medio de la lluvia y
el goteo incesante sobre una tapa de aluminio. El hombre desesperado se levantó
de la cama en busca del ruido. No obstante, el estrépito se hallaba tras la
reja que los separaba física e inalcanzablemente, artilugio abominable que
conforme incrementaba la lluvia, aceleraba su pulso cardíaco a un ritmo ineluctablemente asesino. El vacío en su pecho, la sudoración en su frente, el entumecimiento de los brazos y su mandíbula, aunados a la fatiga de varios
días atrás, aumentaba sus latidos del corazón; mientras, la ensoñación de un agujero negro hacia
presencia en su instante ante la muerte. Aún no era consciente de que tenía la
edad del universo y que como tal, desaparecería en el frío inclemente y
expansivo del espacio-tiempo, en el momento imperial de los agujeros negros, en
plena evaporación de los mismos.
La lluvia cesó lentamente y
el hombre poco a poco se fue calmando. Se sentó frente a la reja en un asiento
abandonado de automóvil. La bulla sobre la tapa de aluminio, otrora a un ritmo
frenético, ahora marcaba una lentitud que daba sueño. El hombre cabeceaba
mientras su respiración se detenía. Pasaron unos cuantos segundos más y finalmente
se desgonzó sobre sí… murió. Pero antes de morir alcanzó a susurrar algo al
silencio: -“La vida eterna es hermosa
siempre y cuando exista un lapso de descanso”-. Tan sólo un periodo de
cincuenta mil millones de años luz que para un estado de inconsciencia equivale
a un pestañeo.
Si bien y ante la forzosa presencia
del observador; o sea, de él mismo, el colapso de función de onda se hizo inevitable y de la
radiación emergente de la singularidad en el vacío del espacio-tiempo (todo de energía
psíquica), afloró una pequeña partícula con toda la información del universo
contenida en ella, y tal como la anterior primigenia, explotó en un nuevo
Big-Bang del que nació otro universo sin omitir ningún estadio evolutivo.
La evolución material,
biológica, cultural, político-económica, tecnológica, histórica, ontológica y
trascendental; así como sus correspondientes unidades evolutivas:
Onda/Partícula, Mente/Cuerpo, Pensamiento/Lenguaje, Ideología/Estado,
Ingenio/Técnica-Artefacto, Voluntad/Conducta-Hecho, Esencia/Existencia y
Espíritu/Dios se manifestaron externa e
introspectivamente en aquel niño que nació nueve meses después de aquel mutuo orgasmo
de sus padres, y de presenciar tácitamente y cara a cara, cual pequeño
observador, el Big-Bang conque se originó el cosmos.
El orgasmo y el Big-Bang para
este caso eran prácticamente lo mismo, eran la causa de su existencia… una gran
liberación de energía y la respectiva expansión cósmica a la luz de una
conciencia absoluta… más allá del circulo vicioso de la metempsicosis de los
antiguos hombres y nuevos, redimidos por la mano salvadora del Vástago de vida, al otro
lado de las regiones intermedias, en plena zona de luz celestial y energía
pura. El niño detentaba en sí, sesenta y cinco mil millones de años luz de
evolución. Para él, el tiempo era una paradoja y tan solo su conciencia
inmortal le daba sentido al reloj del universo.
De ahí, que la conciencia del
ser se desarrolla a nivel cuántico, introspectivamente en un espacio-tiempo
infinitesimal, energético, capaz de contener en sí mismo el universo entero macroscópico,
clásico y relativo (jurisdicción cuántica). No obstante, el poder interior del ser está dentro de los
límites del deber ser externo del universo; o sea, el poder de nuestra
conciencia, nuestra libertad con respecto al algo de la conciencia universal,
control social, ley natural o libertad de los otros (jurisdicción clásica). Ambos, poder y deber,
libertad y ley coexisten en una balanza que garantiza el equilibrio; sin embargo, cuando se rompe dicha estabilidad, sobreviene el sufrimiento personal o masivo, dependiendo de cual lado sea la
causa del desbalance…
Dicho en forma breve, el niño
se proyectaba en todo, era como la parte de un gran holograma. Era una onda de
luz en el vacío, un bit en el ciberespacio, una nebulosa, una explosión de
súper nova; pero también era una planta, un perro, un celacanto, una idea de
otro hombre, una ecuación matemática, un autobús en una autopista desolada, una
fuga en pleno ascenso a cien metros de la meta, un gol de chalaca a falta de
siete segundos para terminar el partido de la final del campeonato mundial de
fútbol, un imperio y una pequeña nación
pobre en la cima norte de Sur América. Era todo, pero sobre todo era Él, ahora
de siete años. No obstante, era Él, el que es, el mismo que siempre ha sido,
dormido o despierto, vivo o muerto, pero al fin y al cabo era Él. El ser, el dios, el hijo de Dios, el universo
siempre emergente e inscrito en un continuo vórtice ascendente de evolución
infinita, una vida inscrita en el tejido existencial del ser… una hojita y a la
vez, el árbol de la vida…
Félix
M. de Óç.