ODA A MIS DOS VIEJOS
Miro las fotografías de dos viejos caminantes de la vida:
Una de mi abuelo,
el alto comerciante,
tierno
y bonachón…
severo con sus hijos.
La otra de mi padre,
el duro trabajador
y buen vecino.
1.
Mi abuelo caminaba conmigo hasta el mercado…
Yo sostenía el morral sin hacer fuerza.
Me regalaba dos pesos,
suficientes para un huevo,
cascaras de fríjol parecidas a soldados,
una resma de papel periódico…
lienzo en que expresaba yo mis ilusiones
juegos infantiles,
y deseos…
dibujos de niño robados al corazón lúdico del lapicero…
Cariño…
y todos los días…
un pedacito de carne de su almuerzo.
Yo tenía siete años…
y mi abuelo toda una vida de rigor…
A la misma edad de su nieto,
de aquel viernes del ochenta
y uno…
se había ido desde el Guarangal hasta la sucursal del cielo…
Temeroso del castigo,
por haber matado a un pollito con un trompo,
comenzó el designio del caminante sin par…
caminante de sendero real,
de barro húmedo
y podrido,
de mulas grises
y tiempos de violencia liberal…
Llegó a Buesaco a vender anís,
no tenía más que su palabra,
pero suficiente para hacer fortuna…
fortuna que se fue en los gallos
y el póker.
Mi abuelo Salomón Palacios murió tranquilo sentado en su cama,
sin un solo peso entregó su vida al señor…
pero dejo una montaña de sueños,
ilusiones,
críticas,
odios,
palabras,
papeles…
y un título de propiedad infinita encaminado a no ser de nadie…
Pero,
sobre todo su AMOR…
en su irremplazable
y triste silbido:
pio…
pio…
pio…
cuando llegaba por las tardes a casa.
2.
Don Luis Muriel se llamaba mi padre,
de verdad que lo conocí cuando más lo necesité…
El viejo era un hombre pragmático,
insensible en apariencia.
Enamorado
y poco soñador.
¡Pero trabajador como él no he visto!
Odiaba el fútbol,
el alcohol
y a casi todos los chulavitas conservadores.
Amaba el cine,
las mujeres bonitas,
el gaitanismo
y el buen comer…
Caminaba rápido por las aceras.
Se desesperaba en tiempos de crisis.
Ayudaba a quien pudiese sin pedir nada a cambio.
Fue excelente padre,
hijo
y hermano,
honorable señor,
responsable
y buen esposo…
De él aprendí la sinceridad sin importar cuanto duela.
Me enseñó de la vida a dudar,
a no confiar demasiado,
de ir a tientas aun cuando haya luz a montones.
De ahorrar
y pensar en los que siguen luchando…
Por eso mi padre se molió en los caminos llevando la carga a las ciudades,
se hartó de gasolina,
humo
y carretera…
al final de sus días de fastidiosos papeles
y requerimientos burocráticos…
se lo llevó el estrés,
la diabetes,
los cigarrillos
y el corazón…
se murió de sesenta
y dos años…
Y nos dejo un recuerdo inquebrantable…
más una ilusión que se muere conmigo.
Félix M. de Óç.
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