lunes, 28 de noviembre de 2016

LA CASA ESTADO






Era una casa como una ciudad en ella, grande, llena de habitaciones que se unían por puertas invisibles que daban con lugares boscosos como parques, y otras tapiadas como universidades y templos. Había comercios pletóricos de bienes, cines, bares, discotecas, almacenes. Los corredores eran como autopistas que llevaban de un lado a otro. Los edificios más suntuosos se hallaban en el presunto espacio de la sala, en ellos funcionaba el gobierno, el congreso, las altas cortes y los organismos de control. No existían fuerzas militares, pues a lo castrense se había opuesto la sofística, la palabra se imponía sobre la fuerza y la voluntad sobre el terror. 

Cada habitación era un hogar, pero también un recinto cerrado o al aire libre, según hacia donde uno quisiera dirigirse. 


    
En aquella casa vivían miles de hombres y mujeres que trabajaban sin descanso para tributar, además de votar, elegir y por qué no, algún día ser elegidos. Todos ellos soñaban con gobernar, pues el cogobierno representativo de las masas, no era tan real para un mundo que de veras si creía en la política. Cada ciudadano era un presidente en potencia; pero en los actos cotidianos, hasta lo más simple se dirimía racional y jurídicamente. Tanto era así, que para ser médico o cantante, albañil u obrero era obligatorio ser abogado o al menos haber cursado como mínimo siete semestres de derecho. Pero también había una minoría de poetas, que para hacer efectivo su derecho al libre desarrollo de la personalidad nunca terminaban la carrera; por ende, el mínimo de los siete semestres era todo un logro del Estado para garantizar la igualdad de sus ciudadanos sin perder su esencia democrática.

Estos últimos con los exmilitares conformaban el cincuenta por ciento de la nación y nunca votaban, salvo, el día en que Félix fue elegido como el último Presidente y Jefe de Estado de la Casa.

Félix, pertenecía a la Hermandad de Poetas y anarquistas que junto a Mohamed y Omar, lograron ganar las elecciones al imponerse sobre Riguel y San-Germán, que hacían parte de los Activistas Políticos, principal partido democrático que durante años había gobernado progresiva e ininterrumpidamente a la nación. 

El Expresidente Riguel, que aspiraba a su primera reelección, no entendía como su propio Fiscal y correligionario político, había dado su voto a Félix, buscando un respiro de la dictadura democrática, según éste. Y no es que la poesía haya cautivado a la política y menos aún, a un dirigente sindical de extrema izquierda, que en alguna ocasión había dicho que los poetas distorsionaban la realidad. La verdad, es que este acto de deslealtad se debió más a una incumplida promesa de campaña que a otra cosa. Pues San-German,  que había sido el segundo al mando de este último periodo presidencial, no soportó como su jefe de partido, se negó a postular su nombre a la primera magistratura, habiéndoselo prometido en plena celebración relativa a la posesión de su gobierno, aduciendo que en aquel momento se hallaba bajo el influjo de unas copas; y por el contrario, llevó al congreso un proyecto de acto legislativo que garantizara su reelección presidencial (Por cierto, la primera reelección desde que se había fundado la República).  Lo cual el Fiscal San-German, interpretó como una traición política o el inicio de una nueva era. 


  
A decir verdad, al igual que los políticos que habían destronado a los militares dando origen a una república democrática, jurídica y racional que abolió todo sistema represivo y militar; veían ahora, como las palabras de un lenguaje irracional, lírico y poético se tomaba a la nación como un poema de hombres soñadores. No le era fácil entender a Riguel, como los versos sustituían a la demagogia disfrazada de oratoria. Y menos todavía, como el estilo natural y errante de unos locos ebrios de trementina y lluvia, llenaban los bares, mientras leían en voz alta los poemas de Bukowsky y de Jayam; entre tanto, que los códigos rodaban cual basura. Ya nadie quería trabajar, pues la comunidad poética amaban cantar todo el día en un parque, perderse en un burdel junto a las putas o estar al rededor de un piano y cervezas, al estilo Henry Miller. Pero lo peor de todo, era que la nueva anarquía se había extendido como un virus contagiando a casi toda la nación. 
         
Riguel contaba con sesenta años de edad, veinticinco de ellos en diferentes cargos gubernamentales y los últimos cinco de Presidente. Colaboró con Don Jaime, Primer Presidente de la República Democrática, después de derrocar al Dictador Salomón, el último General de diez soles y establecer así, la institucionalidad política y democrática de la casa. Sin embargo, la democracia que ayer había hecho de Riguel un político honrado y poderoso, hoy le arrebataba el poder; pues sin una policía política, reducida a nada por los derechos civiles, era inevitable reprimir a los poetas y evitar con ello, que se impusiera la anarquía.  Sin cárceles y derecho punible, el derecho al libre desarrollo de la personalidad hacía que los bares,  burdeles y  parques fueran más valiosos que los edificios institucionales que se derruían a pedazos. La sala se había cerrado tras sus puertas invisibles. Pero se habían abierto las de los escondites secretos, la buhardilla imaginaria y el taller de lámina y pintura, tertulia, arte y sobre todo, verdadera poesía vital. 


      
   Los antiguos militares que habían sobrevivido hasta estos días, sin gloria, seguían soñando con polainas y espadas,  cañones, clérigos y generales. “Sin orden no hay Estado, sin milicia, hay revolución; la misma que otrora nos depuso”. Pensaban.  Sin embargo, ya no les importaba nada, para una República Democrática que había sustituido a la Dictadura Militar, mil veces era preferible la Anarquía… “Si ya no está el caudillo, el Generalísimo Salomón, ahora a ningún hijo de puta le vamos a obedecer”. Decían, temblando de rabia contenida, dirigiéndose vengativamente hacía las urnas.  
  
La Antigua Casa Estado que se había edificado a espada y bota militar, vio con tristeza como su gloria castrense se rendía ante el voto democrático de unas masas ordenadas, mirando como la palabra coherente vencía a la espada, no, en el campo de batalla como debiera ser, sino en los comicios y las urnas. Presenció como el abogado, político y burócrata derrotaba al general soldado. No obstante, hoy la Nueva Casa Estado, observaba, inmisericordemente,  alzarse a la poesía como un tsunami, sobre una democracia verdadera, un Estado social de derecho tan perfecto y estable, hasta el punto de convertirse en anarquía ante los ojos absortos del último abogado presidente; sin embargo, poema, tácito, ante la mirada vengativa de los viejos militares o explícito, ante la de los nuevos poetas, que por un voto de diferencia, ganaron el derecho a desgobernar de manera irrevocable.

Fin.  

Félix M. de Óç.



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